Si al Cristianismo, le fue relativamente sencillo adaptarse a las sociedades de los pueblos y religiones precristianas, no sería por su prédica o fácil expansión -que no lo fueron-, ni por supuesto por su capacidad de síntesis, como la que ejerció Juliano para tratar de armonizar los Cultos del Imperio antes de ser asesinado -seguramente por un cristiano-, a través de la corriente neoplatónica de Jámblico, sino por idear un proceso de aculturación de Europa con la fuerza y como nunca antes había sucedido, desde la permeabilidad de una religión inacabada, en la que cupiera todo aquello que no pudiese erradicar, desvirtuado de la mejor o peor forma a su favor y en su interés.
Por ejemplo, del Sheol y los Inframundos creó el Infierno, Tríada de la Unicidad, Iniciación de la unción y en definitiva Cristianismo del Judaísmo inequívoco de su Héroe, y así fue con todo. Capaces, de las más peregrinas mixturas con tal de mantener un hueco entre los pueblos. Hermandad que en vez de ir a más, de granjearse el respeto de sus convecinos, fue retrayéndose a favor de quienes sospechaban de un judaísmo que en esta ocasión no era identitario como el que les dio naturaleza, sino alborotador, que sumía y consumía a los hombres en disputas y conflictos constantes allí donde se estableciese. Y esto, fue así desde el principio, de cuya primera revuelta dio buena cuenta Claudio con lo que pudo ser la expulsión de los primeros cristianos de Roma.
Fue por ese motivo, por la desconfianza que generaban y el caos que perseguían, que no era el ansía de libertad lo que atrajo a sus seguidores, sino un flirteo con el poder que emplearon magistralmente. Y fue por el poder de la fuerza que alcanzaron, que se asentaron a lo ancho y largo de Europa en una invasión no solo de pueblos y terrenos, sino de las mentes de sus habitantes. Una invasión, que duró más de 1000 años y no llegó a vencer ni a convencer, como lo demuestra el renacimiento de los viejos cultos paganos, o mejor la revitalización de unos Cultos que no llegaron a desaparecer del todo.
Alejada, de aquél judaísmo original del que por intrínseco pero impracticable en occidente se desembarazó pronto, subsumió por última vez las creencias politeístas, las prácticas naturales y las liturgias mistéricas a la Toráh, como sus predecesores hicieron con los Cultos asiriobabilónicos, pero en una operación de mucha más envergadura, ambición y calado que se tradujo en un éxito casi absoluto… pero solo casi. De cualquier forma, en su estrategia está su declive, pues la persecución hizo causa, la profanación, memoria, y el eclecticismo, fuente para la reconstrucción de los Cultos originales. Y decimos eclecticismo y no sincretismo, pues no dependió de la adaptación natural de unas creencias, sino de la erradicación, tergiversación y mezcla artificial, directa y premeditada de las mismas.
Condenaban los ritos circulares (circumambulatio) por sacrificar a los viejos Dioses, que llamaron “diablos”, pero ensalzaban la consagración de sus nuevos templos, construidos sobre las ruinas de los que ultrajaron antes, con aquellos mismos ritos circulares de los que abominaban.
Encendieron miles de piras con el saber de la Antigüedad, echando al fuego todo lo que oliese a conocimiento, pero unos pocos se ilustraban de aquellas obras para ofrecer una doctrina si quiera coherente, que ayudase a explicar el revoltijo de ideas, muchas de ellas antagónicas, en el que convirtieron su fe.
Destruyeron, cualquier símbolo, emblema y concepto politeísta que hallaban a su paso, pero no titubearon en adornarse ellos, sus templos y ceremonias de una falsa legitimidad ante los pueblos, con aquellas marcas y enseñas universales.
Y ha sido todo esto, la causa por la que hoy podemos practicar de nuevo nuestras creencias y honrar a nuestros Dioses abiertamente, y que sólo quede desembarazarnos de las rémoras que atraemos y que especulan en sintonía con lo que casi nos extermina, para devolver a nuestras religiones el lugar y el respeto que merecen. Estamos a un paso.
© Fernando González